Despiertas una mañana, el invierno está cerca y aún así el cielo está despejado, el sol brilla y a tu alrededor descubres el verde de los prados, de los bosques, de las macetas junto a la ventana y, si miras aún más lejos, el azul, azul del mar que refleja el cielo. Empiezas a caminar, te detienes frente a una tierra desnuda, oscura, húmeda, calida, cargada de vida. En tu mano guardas una semilla y con cariño la dejas en este acogedor lugar. Poco a poco va despertando arropada por la tierra, inspierada por la luz de la luna y el ritmo de las mareas. Días después, unas pinceladas verdes sobre el terreno, cotiledones, asoma la vida. Es una vida danzarina, que se deja mecer por el viento y baila con la lluvia y la nieve, se nutre del agua que corre y de la cálida y escasa luz del sol. Pasan los meses, el invierno está acabando, miras a lo que fue tu pequeña semilla marrón y ves una planta fuerte y sana. Ahora la adornan unas flores llenas de belleza, al mirarlas escuchas una melodía, son un pentagrama vegetal. Por fin llega la primavera, las melodías blancas y negras se han transformado en frutos. Coge un baina, descubre su corazón y llevate a la boca uno de sus tesoros. Saboréalo y mientras lo haces, deja que una música dulce y ligera te transporte a un mundo mágico, el lugar de los sueños, Fabes de Mayo.